
Desde pequeña
se había criado con su amigo el ruiseñor y cada día La Bella y el ruiseñor entonaban
juntos, bellísimas melodías.
La Bella
cantaba con una linda armonía, tal dulce era su voz, que se igualaba en su
acento al canto del ruiseñor.
Las notas que
afinaban eran dulces sinfonías, nacidas en el corazón.
En el campo de
la fantasía, al escuchar los cantares todas las flores se abrían. Era como el
agua de la fuente de la vida ¡Que dulzura! ¡Que belleza! ¡Con que frágil
sutileza moldeaban la canción! parecía una Diosa acariciando el viento el jardín
del amor.
Un día, como
otro cualquiera, sin ninguna explicación, La Bella salió a dar su paseo como todas las mañanas.
Pero el ruiseñor no acudía a su llamada. Lo reclamó una y otra vez con mucha
preocupación. Entonces ella, La Bella, fue incapaz de entonar su canción. De su
garganta no salía ni una estrofa, ni una nota, ni ninguna entonación. Solo
sufrimientos hechos de lamentos, de pesares y aflicción.

A la mañana
siguiente el campo se despertó. Las flores que lo adornaban habían deslucido
sus colores. Ya no eran vivos, ya no eran encantadores. Ni siquiera el arco
iris parecía de verdad, había perdido todo su encanto, toda su tonalidad y en
vez de ser el campo de la fantasía, se había convertido, en un terruño de la desolación.
Pobre Bella,
pobre hermosa doncella del campo de fantasía. No encontraba explicación para
tan terrible agonía. Doliente, seguía llamando al ruiseñor, pero él seguía sin
acudir. Y en su garganta, la angustia, y ni una nota que salir.
La bruma cubría todo el campo, todo lucía desolado, todo mustio, sentenciado a una muerte segura. Y La Bella, ya no era la más hermosa doncella del campo de la fantasía. Ahora era una simple plebeya deslucida por el dolor. Su pelo ya no era sedoso, ni largo, ni brillante, ahora era áspero y mortecino. Y su semblante, triste y anodino.
La bruma cubría todo el campo, todo lucía desolado, todo mustio, sentenciado a una muerte segura. Y La Bella, ya no era la más hermosa doncella del campo de la fantasía. Ahora era una simple plebeya deslucida por el dolor. Su pelo ya no era sedoso, ni largo, ni brillante, ahora era áspero y mortecino. Y su semblante, triste y anodino.
Recorrió una y
otra vez todo aquel desamparo, en busca de su amigo ruiseñor. Y cuando iba a
ceder de su empeño, echó la vista hacía un rincón muy apartado y vio un nido
muy pequeño, junto a un tronco mustio y
apagado. Un nido con tres diminutos polluelos, casi sin pluma, agónicos
y a puntos de sucumbir.
Lo cogió con
delicadeza, y vio que bajo sus cabezas, lucía tímidamente algunas plumas azules.
Anonadada, llevó al nido hasta su aposento, para darle calor y el sustento que necesitaban.
Pronto los
polluelos renacieron en todo su esplendor, y conforme empezaban a afinar su canto, La Bella lucía cada día un poco mejor, entonando nuevas baladas, con una dulce
melodía.
En el campo de
la fantasía las notas parecían despejar la niebla. Las flores que
un buen día deslucieron sus colores, comenzaban a encenderse como luceros
celestes con tímidos resplandores.
Y ella, La Bella, volvió a ser la mas risueña con la mayor de las alegrías, la más linda y encantadora, la hermosas doncella del campo de fantasía. Radiante como una flor de frescura inigualable, entonaba sus lindos
cantares. Y los pájaros cantores, con sus plumajes de colores y sus lindas melodías, todos los días le acompañaban, como lo hizo su madre, durante toda su vida.
Autora Margary Gamboa.
Autora Margary Gamboa.
